INSTANTES EN PARALELO
14/08/ al 30/09/2020
JORGE HERNÁNDEZ – SANTIAGO PICATOSTE – SALUSTIANO
Tres tipos raros y la pintura
(Texto Crítico Andrés Isaac Santana)
Con todo y el fervor desmedido de sus sepultureros de turno, la pintura sigue viva, se pavonea despampanante y alegre allí mismo donde el resentimiento de cierto conceptualismo se aventura a decretar su muerte una y otra vez. La redención, lo sabemos, no es más que una ilusión concertada, una mentira en boca de esos que buscan la salvación de la muerte expiando sus pecados y sus culpas. Pero aquí no. En este espacio insoldable, en este ámbito de malabares y de intenciones cifrado bajo el nombre de Es Arte Gallery, la redención es, si acaso, auténtica caricatura. Aquí no vale hablar de culpas ni de pesares; aquí vale, y mucho, reconocer el descaro de tres grades pecadores, la vehemencia de tres tipos raros que, a contracorriente del carnaval de las defunciones, saben gozar la pintura haciendo de ella el centro de su ritual erótico.
Instantes paralelos, por tanto, no es una exposición cualquiera; es, con mucho, una suerte de celebración del estado de salud de un género que, mientras existan pintores como Jorge Hernández, Santiago Picatoste y Salustiano, resultará imposible pensar en cualquier tipo de deterioro o de ocaso relamido y triste. Su título, literal y metafórico, no deja de parecerme atractivo. Sin embargo, por deformación crítica la mía que todo lo cuestiona, se me antoja un tato contradictorio al tiempo mismo que eficaz y provocador. Por paralelo se entiende aquello que jamás podrá cortar otra línea u otro plano por más que se prolongue en el espacio y en el tiempo, dado que todos los puntos de uno están a la misma distancia del otro. Tanto es así que “las caras opuestas del cubo son paralelas entre sí”, una y otra permanecerán, eternamente, a la misma distancia. Sabido esto, aflora entonces una contradicción de plano toda vez que, si bien las gramáticas pictóricas de estos artistas españoles, se orquesta bajo el signo de un mundo referencial autónomo; cierto es, también, que ellos sí que se cruzan en un plano y en una línea común: la de la confesión que implica el reconocimiento de su amor y de su adicción por la ductilidad y espesura de la materia pictórica. Los tres, a su modo, ejercitan un particular instinto de conservación de ella y un gusto por la tragedia, en el sentido de amarla más allá de su presunta muerte y de su excitación recurrente. Sus distancias, insisto en esta idea, se acercan en la pasión con la que los tres asumen el soporte y el cuerpo de la pintura para convertirlo en un espacio proclive al desvío retórico y a la vocación narrativa de la misma.
Esta muestra, curada por Marifé Nuñez, también artista y -a diferencia de ellos- mujer, se traduce así en un inteligente y noble ejercicio de afirmación. Pero no de una afirmación narcisista que rinde culto a la pintura como una suerte de nuevo dios entre los lenguajes del arte. Bien sabemos que todo dios es una segregación, una deformación, una contracción a la que resulta caro el abandono, la soledad y la muerte antes o después de las epifanías y del fervor que nace de la oscuridad y de la sumisión. La afirmación se da y ocurre como consecuencia directa de esa voluntad y de esa necesidad de seguir creyendo en el valor y en la capacidad del lenguaje pictórico para crear, para fundar, para narrar mundos autónomos más allá de las circunstancias y de las modas. Estos tres artistas, examinados ahora desde el prisma y la versatilidad inmanente a la mirada femenina, revelan su poderío en el campo de la pintura haciendo gala no sólo de su competencia en el oficio; sino también de su capacidad y dinamismo en el proceso de asignar nuevos y frondosos sentidos al discurso (y al decir) de la pintura.
La Real Academia de la Lengua se apresura a nombrar la cualidad de lo dúctil como “la capacidad para conducir el calor o la electricidad, la dureza, la maleabilidad o la ductilidad son cualidades específicas de ciertos materiales”, precisa. Y es esta misma capacidad, esa misma cualidad, la que conecta el trabajo de estos artistas y justifica la digresión enfática de su curadora al convocarlos en el mismo tiempo y en el mismo espacio: el instante paralelo.
Resulta desde todo punto de vista tentador el hecho de que esta mezcla de nombres y de obras, termine por configurar un campo axiológico en sí mismo en el que podemos advertir tres de los horizontes o líneas de actuación de la pintura contemporánea. Ellos son: el sentido narrativo de la visitación y de la cita solapada (Jorge Hernández), la permanencia revulsiva y audaz de la abstracción junto a su cualidad de significación (Santiago Picatoste) y, por último, la recurrencia al retrato en su propio campo expandido y en su densidad alegórica (Salustiano). Tres líneas o ámbitos de sentido que dispensan infinitas provocaciones e interpelaciones al discurso de la crítica y a sus posibilidades de organización en torno al mismo. Líneas que, valga decir, no implican militancia temporal alguna ni la rubricación de un principio jerárquico y disyuntor.
Las tres propuestas, en sus notables diferencias y en sus presuntas cercanías, no hacen sino señalar la versatilidad de la pintura y el alcance de la narrativa pictórica contemporánea evidenciando, entre otras cosas, que el debate acerca de su muerte se reduce a una cuestión de perspectiva, de ideología y de intereses más o menos previsibles. Un debate que, por sí solo, asiste a la desaparición de sus motivos y al deterioro de sus razones argumentales. Basta observar la obra de estos tres tipos raros y especiales para corroborar que no existe sexo sin placer, erotismo sin ritual, conquista sin posesión, pintura sin músculo.
Las geografías de Huelva, Mallorca y Sevilla (origen de los tres) se unen en esta deliciosa trama de sentidos contrapuestos, narraciones incestuosas y vehemencias barrocas. Ellos, en la profundidad alegórica y enfática de sus superficies, advierten de la disolución de los contrastes antinómicos y de la inoperancia de los axiomas autoritarios y excluyentes. Cada uno, en sus prefiguraciones estilísticas y en sus modos de decir, celebra la anotomía de la pintura, su poder de significación, su voluntad narrativa y su eficacia retórica. Las abstracciones y juegos matérico-textuales de Picatoste contrastan con el enigma y extrañeza seductora de Jorge Fernández que asume la pintura como texto narrativo y escritura en la que se cifran alusiones y referencias muchas al mundo del cine y a los asentamientos diversos de la cultura visual. Ambos, a su vez, se le oponen, desde el afán dialógico y reconciliador, a la enigmática retórica de Solustiano quien usa la superficie como escenario de consagración de la belleza y de sus núcleos proliferantes situados en el propio relato espeso de la historia del arte y las poderosas genealogías de la imagen.
Instantes paralelos se reconoce, sin duda, como ese gesto de afirmación de la pintura en un mundo gustoso de exterminios y proclive a la locura.
Andrés Isaac Santana